RESCATES
PARA CINÉFILXS 2.0
UNA DÉCADA SIN
FAVIO
CONTRA
EL MITO DEL DIRECTOR SALVAJE
Génesis de un artista multifacético
Como se ha repetido hasta el cansancio - y seguramente siga ocurriendo - Fuad Jorge Jury nació en el cuyano pueblo de Las Catitas (Luján de Cuyo, Mendoza) a punto de culminar la Década Infame del Siglo XX, dato significativo si los hay, porque poco después llegará a vivir, a temprana edad, pero plenamente consciente, los 10 años más felices del pueblo trabajador.
Con algún modesto antecedente como cantor y alguna que otra interpretación teatral, desembarcado en la gran capital - puerto donde según dicen “atiende Dios”, adoptará como apellido artístico el de su madre, Laura Favio, guionista radial de vasta experiencia, que siempre lo alentó a concretar sus sueños.
A los 20 años y con gran repercusión, debutó como actor en la obra teatral El Ángel de España.
De inmediato se convertiría en el rostro que el por entonces internacionalmente prestigioso Leopoldo Torre Nilsson precisaba para protagonizar sus filmes El Secuestrador (1958) y Fin de Fiesta (1960)
Casi de inmediato dirigió su primer corto (El amigo), que condensa prácticamente todos los denominadores comunes de su cine: La opción por los pobres, la amistad, el parque de atracciones…
En 1965 sorprendió a la crítica nacional e internacional con su primer largo, Crónica de un niño solo, en el que retrata los duros años de su internación en un reformatorio de menores.
Y en 1967 estrenó su segundo largo, Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza, y unas pocas cosas más, basado en el maravilloso cuento El Cenizo, de su hermano Zuhair. A propósito de este último dato, correspondería decir de una vez por todas que “detrás de un gran hombre”, en este caso hubo otro gran hombre.
Paralelamente, entre los
años 60 y 70, se consagró como baladista marcando un parteaguas en la tradición
romántica latinoamericana, mediante la sustitución del tú por el vos e
incorporando un decir inconfundiblemente arrabalero a su cancionero, labor que
en adelante le permitirá financiar su cine tanto como sostenerse durante los
años de proscripción política.
Lo popular como no ha vuelto a mostrarse
En el año 2009, la Revista MU lanzaba una campaña contra la criminalización de la pobreza juvenil bajo el slogan “ningún chico nace chorro”, iniciativa que no tardarían en asumir numerosos colectivos militantes y organismos de derechos humanos.
Al reflejar las condiciones de vida - y sus derivaciones - en un sórdido hospicio durante el segundo peronismo, circunstancia que Favio procuraba alivianar por aquel entonces en cada visita de su madre, abandonada por su marido, podría decirse que con su ópera prima Crónica de un niño solo el genial realizador mendocino fue un adelantado en denunciar las múltiples consecuencias de la pobreza infantil.
A partir de entonces, el cine nacional de los 60s, tan influenciado por la Nueva Ola Francesa, experimentaría la irrupción de una problemática que ya no se circunscribiría exclusivamente a los dilemas mayormente existenciales de la ascendente clase media.
En efecto, con Favio ingresa a la pantalla grande local el universo y la sensibilidad de las mayorías socialmente excluidas, fenómeno hasta entonces excepcionalmente reflejado a través de cinematografías como la de Hugo Del Carril o Manuel Romero.
Y ello incluye, entre otras cosas, el rescate de lo que la cultura hegemónica llama “géneros menores”.
Así, en El romance del Aniceto y La Francisca, rescatará la llegada del circo criollo a su pueblito natal, en la inolvidable secuencia en que la pareja del título se descubre asistiendo a una pintoresca representación teatral de “El herrero y el diablo” de Ricardo Gûiraldes, la cual reúne todos los clichés que caracterizaron a aquella popular expresión dramática, sobre la que volverá años después al adaptar al cine su memorable Juan Moreyra.
En ese derrotero también habrá de reivindicar al radioteatro, arte que - como ya se ha dicho - tempranamente mamó de su madre, al dirigir Nazareno Cruz y el lobo, una de sus películas más taquilleras, inspirada en el texto homónimo de Juan Carlos Chiappe, hasta entonces poco conocido libretista de ese metiere.
Esa exaltación de los valores
plebeyos - lo que en numerosas ocasiones le valió a su cine la caracterización
de kistch -, llegará a su apogeo al estrenar Gatica El Mono, donde, mediante el
derrotero del célebre ídolo pugilístico, metaforiza el ascenso y la caída del
pueblo peronista, oda que rematará luego con la lírica saga Sinfonía del Sentimiento,
tributo visceral a un ideario que siempre ostentó con orgullo.
Un director bajo influencia
Todavía constituye un lugar común - aunque afortunadamente en baja - atribuir a Favio una condición autodidáctica despojada de toda erudición cinematográfica.
Sin ánimo alguno de minimizar el insoslayable mérito de toda su obra, saldremos al cruce de ese prejuicio mencionando un puñado de ejemplos que lo rebaten categóricamente, ya que solo una crítica miope puede ignorar la influencia de Los Olvidados (1950) de Buñuel en su abordaje de la niñez desvalida, o la sacralización de una pobreza inocente reflejada en el Accatone (1961) de Pasolini, o la dantesca representación de aquel prostíbulo pre socrático montado por Fellini para su Satyricón (1969), de notable reverberancia en la descripción de la Salamanca que nuestro director propone en su Nazareno Cruz.
Sin ir más lejos, quién podría negar que a Favio lo conmovió aquella interpeladora mirada a cámara lanzada hacia el final de Los 400 golpes (1959, François Truffaut) por el pequeño recluso en fuga Antoine Domiel, y buscó hacer lo propio años después, sobre el final de Crónica de un niño solo cuando el niño Polín es recapturado por el vigilante que interpreta Beto Gianola.
O que
nuestro hombre encontró más que apropiado el segundo movimiento (Largo) del Concierto para flautín en
Do Mayor de Vivaldi que Pasolini incluyó en la prostibularia historia de
Mamma Roma (1962), optando más adelante por ilustrar con la misma pieza el
humilde universo del Aniceto y la Francisca.
O que el singular intérprete e irrepetible realizador conoció la existencia de Macario (1960, Roberto Gavaldón), la primera producción mejicana nominada al Óscar como Mejor Película Extranjera, en la que un protagonista campesino dialoga con La Muerte en una cueva llena de velas, como oportunamente lo hará Rodolfo Bebán con Alba Mugica en una inolvidable secuencia de Juan Moreyra.
O que más que probablemente este artista descomunal conoció en el ejercicio de su cinefilia el pasaje del filme brasileño Proezas do Satanás na vila do leva e traz (1967, Paulo Gil Soares) en el que un demonio humanizado propone al Supremo reconsiderar su exilio y volver a dialogar, circunstancia que reaparecerá más tarde magistralmente interpretada por Alfredo Alcón en el infierno criollo de Nazareno Cruz.
No hemos procurado otra cosa
hasta aquí que ratificar aquello de que todo artista toma inspiración de sus referentes,
al solo efecto de demostrar taxativamente que un genio del Séptimo Arte de la
dimensión de Leonardo Favio no se forja exclusivamente espiando a Leopoldo
Torre Nilsson.
EXCELENTEEEEE... Gracias!!!
ResponderEliminarA ti por tu devolución: Escribimos con amor al cine.
ResponderEliminarSí, eso es lo atractivo, cómo hablás de tus amores Chiqui, que no se reducen al cine. Todo lo que decís de Favio y sus películas y los personajes de sus películas y los actores que los representaron. Halcón es el demonio, Bebán es Juan Moreyra, aunque muchos sigan sosteniendo que son actores. Graciassss
ResponderEliminarAsí sentipensamos lxs cinéfilxs de raza, hermano: Charlton Heston abrió las aguas del Mar Rojo para legarnos las Tablas de la Ley, y Alfredo Alcón cruzó Los Andes liberando medio continente americano.
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