lunes, 23 de octubre de 2023

DOSSIERS

FEDERICO FELLINI

LA IMAGINACIÓN SIN CADENAS

















Segunda semblanza de un gigante: El Mago de Rímini consideraba que todas sus películas hablaban de un viaje, real como el de La Strada, o imaginario como el de La Dolce Vita.

Dado que quien se haya interiorizado sobre la personalidad de Fellini estará al tanto de que era un gran fabulador, a propósito de ese último film que mencionamos, acostumbraba contar que un productor llegó a desentenderse tanto con él, que manifestó preferir el suicidio en vez de financiar aquel proyecto. Pero no se quedó en la mera amenaza, sino que - como carecía de otro elemento para llevarlo a cabo - tomó un tintero y se lo bebió delante del realizador, a quien le bastó con ser testigo de semejante desmesura para decidirse a trabajar con ese hombre. 

El artista concebía a La Dolce Vita como una continuación de Los Inútiles, en la que uno de aquellos holgazanes de pueblo se marcha a la gran ciudad, se convierte en paparazzi, y deviene en el Virgilio del espectador, guiándolo a través de la Roma burguesa de aquellos años, cuya cáustica descripción despertó no pocas polémicas.     

Tan necesaria se hizo en el film en cuestión la Vía Véneto, como lugar de cita obligada de la farándula romana e internacional de entonces, que, para rodar ahí con mayor comodidad, el productor Pepino D’Amato propuso a Fellini reconstruirla fielmente en el legendario Studio Cinque de Cinecittá, que con el tiempo habría de convertirse en segundo hogar del realizador, quien no acostumbraba dormir en su casa durante un rodaje complejo.

Este artista irrepetible sentía que su deber era conducir al público hasta una estación, para que al cabo cada espectador escogiera qué tren tomar en el respectivo viaje de su imaginación. 

Acaso La Dolce Vita, con su narrativa vertiginosa y fragmentaria, sea una muestra cabal del modelo felliniano de puesta en escena coral, esa suerte de zarabanda de extravagantes personajes que a menudo transcurre por delante y detrás de los protagonistas de todos sus films desentendiéndose de la cámara, con una naturalidad que los muestra como ajenos a una diégesis de la que, indudablemente, forman parte. 

A esta altura de nuestro abordaje corresponde consignar que una obra tan plagada de signos identificables, pero no parangonables con ninguna otra, explica a las claras porqué el apellido de este artista con el tiempo se convirtió en un adjetivo apto para caracterizar situaciones entre surrealistas y grotescas de la vida cotidiana. 

El universo felliniano se basta a sí mismo para introducir al espectador en un lugar que semeja la vida cotidiana pero no la calca, más bien tiene reglas propias. Y otra de ellas es la aparición de arquetipos físicos que parecen pertenecer al pasado del realizador como caricaturista gráfico.

Hasta los pasajes más dramáticos de sus filmes terminan ofreciendo algún resarcimiento bufonesco. 

No obstante, cualquiera que haya tenido acceso a la intimidad de un rodaje suyo no tardará en concluir que es muy difícil crear mundos tan personales sin preservar los detalles al filo de la obsesión, y este creador oriundo de Rímini lo hacía casi como un marionetista de su elenco artístico, dejando muy poco librado a la improvisación, y hasta desplegando una furia incontenible si alguna indicación formulada en el set se alejaba un milímetro de lo que había señalado, como si estuviera manifestando ante el equipo que sólo él estaba autorizado a mostrar sus vivencias como consideraba conveniente hacerlo.

Si hay un capítulo de la obra fellinesca que merece atención particular, es el de su “matrimonio creativo” con Nino Rota, compositor de gran parte de sus bandas musicales, hoy tan universalmente reconocibles que lo convirtieron en co responsable de la marca de autor del cineasta.

Fellini le daba indicaciones como quien explica a un actor o actriz el sentido más profundo de una escena, y rota tomaba nota al detalle de aquella demanda, que a veces consistía en emular una partitura conocida, pero con las tergiversaciones propias de una memoria difusa. 

Durante el rodaje de Satiricón, su adaptación del texto pre cristiano de Petronio, Fellini declaró que lo sentía como un film de ciencia ficción, porque remitía a una Roma tan pretérita y de la que existían tan pocos indicios sobre su vida cotidiana que se había visto obligado a inventar, por ejemplo, códigos gestuales entre los personajes capaces de crear un profundo sentido de extrañamiento del espectador con ese mundo. Y, en efecto, ese fresco desmesurado verdaderamente intimida, y deja la sensación de que todo lo que acontezca en su relato resulta ajeno a las reglas conocidas y por tanto imprevisible. 

Hoy uno de sus films más recordados es Amarcord (su cuarto Óscar, otorgado en 1974), que casualmente en dialecto de su pueblo natal significa “yo recuerdo”. Ahí reconstruye en un set la Rímini de su infancia. Una vez más, el tratamiento narrativo del film semeja más a una ensoñación que a una reconstrucción testimonial como las que acostumbraba a ofrecer el neorrealismo. 

Si alguna frase se cansó de repetir Fellini, casi a la manera de un póstumo legado, fue “no tengo ningún mensaje que darle a la humanidad, el cine es un juguete maravilloso y yo me divierto con él”. - 

 

Imperdible referencia: https://www.youtube.com/watch?v=aiiP8qZjAPo 

 

(Continúa en próxima entrega…)

 

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